Al universo le importamos muy poco

Hace poco tuvimos en el Prado una magnífica exposición dedicada al Veronés. Ya se sabe que el Veronés despliega más invitados en sus cuadros que Capote en su fiesta de máscaras en el Plaza. Así es su cuadro ?Cena en casa de Leví?, el momento que nos narra el Evangelio de hoy. Veronese es un maestro de la escenografía. Me gusta ver al Señor en sus cuadros, tan desubicado, ocupando un extremo, nunca un centro, metido en el cogollo del barullo. Sencillamente, porque me parece que así es como sigue estando en nuestro mundo. Me gustaba aquello que decía Bergoglio de las periferias, Dios escoge lo de fuera para colarse en lo de dentro. No viene en un helicóptero de La Casa Blanca, desciende sobre el césped regado, como si bajara del Olimpio, y saluda a los medios de comunicación. El Señor pasa inadvertido, es su divisa, y para Él esta actitud no es negociable.

Hoy se lo he dicho a la familia de un difunto por el que celebraba su funeral. Era una persona que le encantaba marcharse a su casa en un pueblo de Segovia para disfrutar del silencio, los pinares, el murmullo de los pájaros, la soledad sonora de los atardeceres. Para mí todo eso son umbrales de Dios, sus periferias, las campanas silenciosas con las que Dios llama a rebato al corazón humano para decirle, ?¿no ves que detrás de toda esta belleza estoy yo?? Pero ya digo, son campanas discretas que no llaman la atención.

En la cena de Leví se explica todo el Evangelio. De cabo a rabo. Una pecadora pública, es decir, todo el mundo sabía a lo que se dedicaba esta mujer, se le echa a los pies, se pone a llorar desconsoladamente, le unge los pies con perfume y se los seca con el pelo. Vamos, todo un numerito. Una escena prohibida para un judío puritano. Y el Señor no sólo no pega el respingo de la impresión, sino que reprocha a su anfitrión que no haya tenido tanto afecto por Él como esta mujer pública. Desconcertante. La pecadora pública no entró en casa del fariseo para recibir una instrucción de la ley de Moisés, sino a una persona que podía entenderla, para curarla. Dios ha puesto su tienda entre los hombres y tiene justamente ese hambre de encuentros.

Me pasó este verano en una iglesia de Bruselas. La puerta estaba cerrada, pero cedió fácilmente con dos dedos. Era una iglesia desacralizada, como existen muchas por centroeuropa. En lugar del culto, había una mesa de congreso que ocupaba toda la nave central, y en el transepto una exposición sobre la tragedia de Gaza. Una exposición muy zafia, por cierto. El organizador de la performance me dijo que yo había tenido mucha suerte porque estaba a punto de cerrar y que podía contar con unos minutos para ver el templo. La iglesia tenía cuadros del XVI y XVII como para quitar la respiración. Y todo el dolor de Gaza estaba en aquellas bellísimas cruces y escenas de la Piedad, no hacía falta añadir la sangre y los carteles de la exposición. La fe cristiana, con menos material, dice siempre muchos más.

Pero me sorprendió que al final me dijera: ?qué suerte has tenido por ver la exposición, agradéceselo al universo?. ¿Al universo?, vamos a ver, al universo no le importamos un pimiento, que se lo digan a las víctimas de la Dana de hace un año y a los que han padecido los incendios de este verano. Sólo podemos agradecer a personas de carne y hueso. Porque el universo es materia ciega, y la persona es consciencia que sabe. Por eso, la mujer del Evangelio se dirige a Cristo, la persona que es fuente de su sanación, no se larga a un río ni a hablar con un roble. Ese es el quid de nuestra fe: Dios que nos habla, nos escucha. Porque con él estamos en buenas manos.